1. Acerca de la idea de «estampa». ¿A santo de qué una «estampa universitaria»? Y, más aún, ¿qué es una estampa? En la edición de 2001 el diccionario de la Real Academia Española recoge nada menos que siete acepciones. Las que captan nuestro interés son la primera, la quinta y la séptima. En orden: reproducción de una imagen trasladada a un papel o a otra materia, figura total de una persona o animal, y huella. No hay objeciones en que esta última, la idea de «huella», es la más sugestiva. La cuestión parece resolverse de este modo: estampas universitarias en tanto que huellas, esto es, en cuanto un rastro de la vida transcurrida en la Universidad. Habida cuenta de ello, una huella es, asimismo, una figura concreta. Esta aparente trivialidad nos revela la implicación que tiene la convergencia de estas definiciones impares del término. Se trata de una forma determinada, de una forma delimitada por unos límites muy concretos. Así, pues, una estampa universitaria consiste en un momento específico. Pero ¿qué ocurre con la primera definición? La relacionamos del siguiente modo: la reproducción de una imagen implica, en la mayoría de los casos, minuciosidad con los detalles. Habida cuenta de ello, una estampa universitaria se refiere a un momento delimitado y detallado. Y estas ideas quedan recogidas en la expresión «huella», porque una huella es, en efecto, una marca con una forma concreta, detallada, y que revela una actividad sobre un espacio específico y en un momento específico.

Con estas sugerencias, una estampa universitaria refleja apenas una partícula temporal de todo el total de instantes. Uno de los múltiples rostros que adopta una noción general sobre todos aquellos particulares que en ella tienen actividad. Es, en definitiva, uno de tantos modos de manifestación. Pero lo curioso es esto: por sí sola una estampa no tiene valor. Los elementos comunes sólo florecen a la luz de la colectividad; únicamente un conjunto de estampas realiza una declaración. De este modo, las proposiciones generales en todas ellas se encuentran ocultas. Una verdad escondida para el sujeto estampado, y camuflada para el lector que se encuentra frente a la huella. ¡Cuán valiosas son! Por más singulares que resulten, por más personales, exclusivas o únicas, todas ellas son decisivas. Así, las estampas, como impresas en papel sulfurado y superpuestas unas sobre otras, revelan al compilador las líneas convergentes: ingredientes universales, ecuménicos.

A raíz de todas estas concreciones, presento a continuación —sirviendo esta como mero preámbulo— mi propia y actual estampa universitaria. No pretendo exponer que me encuentro aquí o allí, haciendo esto o aquello. No pretendo que esto sea un diario. De lo que aquí se sigue se corresponde, más bien, con un soliloquio acerca de convertirse en filósofo, de estudiar esta bella disciplina y de su maduración intelectual y espiritual. Lo que en las siguientes líneas aparece, es el modo en que he vivido estos tres últimos años universitarios, y el modo en que he pensado todo cuanto me ha rodeado.

2. Acerca de la naturaleza del estudiante-filósofo. Así lo escribió en un prefacio uno de los escritores que más admiro: jamás me he dado tanta importancia como para contar a otros la historia de mi vida. Las líneas que estoy redactando me resultan ajenas, impropias, como si se tratase de un personaje al que le estuviese dando forma. En efecto, un protagonista. ¿Qué podía decirse de él? Para algunos seguro que se correspondía con el extranjero del escritor francés Albert Camus, el señor Meursault; a otros, no obstante, les debía de recordar a don Horacio Oliveria, el eterno amante-buscón de Buenos Aires y París que aparece en la Rayuela de Julio Cortázar. Es un binomio interesante: este personaje mío de carácter aparentemente múltiple se presenta en el mundo bajo la forma de Meursault-Oliveira, es decir, a) de un lado como un foráneo indiferente ante lo que acontece, y con una importancia o presencia secundaria o lateral para aquellos que le rodeaban, pues no interviene nunca significativamente en sus vidas; b) y de otro se muestra como un buscador de conocimiento, un individuo intelectual que pregunta por el sentido que orienta la existencia, y acompañando estas cuestiones de un especial interés por un diálogo con todo aquel con quien compartir inquietudes. Son, pues, de naturaleza contrapuesta: el primero es conformista, pasivo y resignado, un hombre de alma inerte; el segundo es un buscador activo, un caminante reflexivo, un hombre de alma viva. Oliveira, en efecto, ambula con una orientación provisional que continuamente va renovándose; Meursault, sin embargo, de-ambula, esto es, camina de aquí a allá sin rumbo fijo. Pero ambos participan del mismo principio: son dos sujetos preñados de soledad; son dos sujetos, en cierto modo, marginales, en la medida en que recorren las sendas del mundo desde sus márgenes personales; son dos sujetos que no saben cómo relacionarse con los demás. Es un binomio interesante, como digo, porque sostengo que todos los individuos que se identifican con esta díada literaria se caracterizan del mismo modo. A saber: «A golpe de vista me parezco a Meursault, pero en el fondo sé que soy Oliveira». Este es el pensamiento común que nunca confesaríamos. Y viene a expresar que —si se me permite desvelarlo— en el interior incomprendido de los protagonistas de esta índole se anhela formar parte de esa humanidad de la que no sienten que participen, y que ella misma, análogamente, participe en ellos. La condena de estos individuos apunta al eterno conflicto de las apariencias frente al modo de ser íntimo y auténtico. Pero no es algo particular de ellos; todo el mundo libra de algún modo esta batalla. Lo que resulta distintivo es que en un Oliveira enmascarado de Meursault disfraza toda su disposición de darse a los demás, y lo que acaba por mostrarse es una distancia, un hórrido abismo infranqueable, que acaba por excluirlo de un modo tal como si hubiese sido esta su propia voluntad.

A propósito de esta superficial exposición venía diciendo que mi protagonista pertenece a esta clase de individuos caracterizados por saberse maquinalmente lejos respecto de los otros. Así, como no podía ser de otra manera, sus días transcurrían con una lentitud que, en cierto modo, le resulta acogedora; se trata de una monotonía tranquilizadora, de la inadvertida placidez que conlleva la uniformidad de los hechos. Se resalta aquí la parcialidad de este goce, porque resulta agradable sólo para el extranjero; el argentino, mientras tanto, se resiste.

Mi protagonista se encuentra en la terraza de una cafetería viendo pasar, al tiempo que escribe, a los demás estudiantes del Campus universitario. Es mediodía. El sol atiza con fuerza las mesas y las sillas metálicas que se disponen en la explanada, las cuales se resienten en resplandores que abrasaban los ojos de todo aquel que miraba en su dirección. No hace especialmente calor; tan sólo se trata una mañana despejada de octubre, de los vestigios de los estivales meses pasados. Mi protagonista escribe; escribe y escribe. Escribe y tacha. Da un sorbo al café, y tacha de nuevo. Y entonces mira en derredor, como queriendo buscar las palabras traviesas que no aparecían por las hojas. Mira los rostros que lo rodeaban, registrando sus formas, indagando en ellos; ¿qué podían decirle? Algunos eran conocidos: compañeros de clase. Aunque con la mayoría de ellos, sin embargo, no había intercambiado más que un puñado de palabras formales. Pero era alguien observador, atento. Alguien que ponía atención a lo que los demás le decían. Y de esta manera, en realidad, resultaba como si los conociera ligeramente.

Pero uno, ah…, uno ha de volver al texto. Este enunciado puede ser interpretado de múltiples formas. Uno ha de volver al texto. Se trata de una evidencia ridícula, pero sumamente reveladora, y en la que mi personaje, mientras observaba a toda aquella modesta compañía, ha caído en la cuenta. Cielos, mi personaje tenía que volver al texto. ¿A qué estaba esperando? ¡Pero si se encontraba en una interesante reflexión! Evidentemente, los pensamientos y la meditación no se dan en la realidad extramental, sino en el fuero interno de cada uno, en el «sí-mismo» individual que nos caracteriza. Oh, no pretendo escribir oscuras florituras semánticas. Es una expresión, en primer lugar, con tintes hegelianos. Lo reconozco. Según se encuen- tre el proceso dialéctico, la fórmula aparece como un «en sí-mismo» o un «para sí-mismo», manifestando lo propio o lo ajeno de la Cosa. De este modo, lo que se pretende sugerir con ese «volver al texto» expresado con la exigencia que conlleva la fórmula compuesta «ha de volver», es que la Filosofía nos convierte a todos, y tal es nuestra tragedia, en un individuo de naturaleza Meursault-Oliveira, es decir, nos hace sentir ajenos a un lugar del que sabemos que pertenecemos. Que uno tenga que regresar necesariamente al texto, en definitiva, significa que la noción de «sí-mismo» se vuelve fecunda siempre y cuando se encuentre en su momento en-sí, pues el momento para-sí, que es la negación de lo propio, no alienta en ningún caso este tipo de progreso intelectual, literario o artístico. En definitiva, y expresa- do de un modo más prosaico, la Filosofía nos vuelve solitarios porque sus frutos maduran en soledad. Cuando el sujeto se encuentra volcado en el mundo, viéndolo y viviéndolo, el pensamiento filosófico duerme, se mantiene a la espera, hasta que el individuo se retraiga sobre sí, vuelva al texto, recupere su en-sí. Pero la tragedia se abalanza cuando este mismo pensamiento filosófico se presenta como una meditación sobre ese mundo del que acaba de regresar. Si no fuera así, la Filosofía tan sólo se correspondería con la parte de Meursault. Pero resulta que el en-sí reflexiona con toda nostalgia su para-sí. El estudiante-filósofo ve un mundo y vive en un mundo del que después se aleja y medita. El estudiante-filósofo es un Oliveira que se convierte en Meursault; y que este Meursault anhele volver a Oliveira manifiesta que en tal meditación se querría, ante todo, regresar al mundo. Pero esto no es posible. El estudiante-filósofo primeramente se encuentra en el mundo, se encuentra ahí, como apunto Martin Heidegger, arrojado inevitablemente en su superficie. Y entonces nace en él aquel ferviente deseo de conocerlo y pensarlo —¡Aristóteles, qué daño hiciste con tal revelación!—. En este momento comienza el círculo vicioso que caracteriza a esta disciplina: una baile mortal entre el en-sí y el para-sí que no cesa nunca, pues mientras se filosofa nos hallamos en-si-mismados y se extraña aquello sobre lo que se filosofa; y al recuperarlo, el objeto trae consigo aquel imperativo: uno ha de volver al texto. Uno ha de volver al dichoso texto.

—Somos perros viejos.
(¿Perros viejos…?)
—Sin duda, todos encuentran su lugar en algún sitio, menos los perros viejos, que deambulan por la ciudad buscando cobijo y alimento. Sobrevivir. Sin mantas ni cama ni almohada. Vivir con el calor de uno podía llegar a darse; caminar cargando con el peso de las aguas torrenciales sobre el cuerpo y sobre la ropa. Hace frío…, y el hambre es feroz.
(¿Y en aquellos climas áridos, en los que no llueve nunca?)
—Qué estupidez. La lluvia es inevitable.

— Filisteo13, marzo 2023

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